- Diego Maenza
- 12 nov 2018
- 4 Min. de lectura
Quiero llegar al experimento del psicólogo Philip Zimbardo a través de la película de Kyle Patrick Álvarez, porque quizá refleje con carácter fiel la investigación conductual llevada a efecto en el año 1971 en el sótano del Departamento de Psicología de la Universidad de Stanford, en Estados Unidos.
Por medio de un anuncio en el periódico se recluta a veinticuatro universitarios para que participen en una prueba. Todos son hombres, jóvenes, de raza blanca y saludables psicológica y físicamente. Se les ofrece una paga por día que será acumulada hasta cumplir las dos semanas en que culminará el estudio y se obtendrán los resultados necesarios.

El sótano es acondicionado de tal forma que simula una prisión real, con celdas con ventanas de barrotes, un estrecho salón de comidas, un pasillo a manera de patio y una bodega que es denominada el pozo, que será utilizada como cuarto de castigo.
Por una elección al azar se dividen a los participantes en dos grupos: uno de prisioneros y otro de gendarmes. A cada grupo se lo estimula con un rol. El de los guardias será hacer prevalecer el orden entre los reclusos; el de los prisioneros será acatar las disposiciones de los guardias, con directrices de sometimiento encaminadas a influir en sus psicologías para intentar despojar a los reos de su propia identidad. Si bien los primeros solo interactúan durante ocho horas al día (hay tres turnos de guardias), retomando luego del trabajo sus actividades habituales fuera del lugar de estudio, los segundos son recluidos permanentemente desde el momento en que los han arrestado en sus casas y trasladado a las celdas ficticias que poco a poco se tornarán reales para ellos, puesto que la habituación a la que son sometidos y las degradantes condiciones psicológicas de imposición y dominio los aclimatarán para sucumbir a la subordinación: se les confiscan sus lentes, vitaminas y cigarrillos, al tiempo que les brindan un vestuario incómodo para el frío y con forma de bata, y finalmente se los bautiza con una numeración a la que responderán como nombre propio.

Las consecuencias de estar sujetos a presiones psicológicas y físicas se sienten de inmediato. No transcurren las primeras cuarenta y ocho horas cuando los reclusos permiten vejaciones por parte de los guardias, quienes al notar su posición de dominio incrementan la frecuencia y el rango de los castigos con los que subyugan a los aparentes convictos: los obligan a realizar ejercicios de forma excesiva, no permiten que duerman lo necesario, los humillan con insultos y finalmente los golpean con los toletes para luego confinar a los más rebeldes en el pozo, todo esto ante la mirada impávida de Zimbardo y su equipo de psicólogos, quienes monitorean el proceso a través de cámaras ocultas.
En medio de esta situación estallan las individualidades y no falta el atrevido que angustiado por su situación existencial proponga una rebelión, consiga seguidores e intente hacer frente al abuso de los verdugos. Los tres guardias no consiguen controlar a los amotinados y solicitan la ayuda de los colegas de otros turnos, quienes estimulados por la necesidad de dominación que les brinda su rol se ofrecen en trabajar horas extras, incluso sin necesidad de que les remuneren. Como es de esperar, los focos de insurgencia son apagados y los rebeldes enclaustrados en el pozo.
Se da un caso excepcional: uno de los presos, que ha liderado la sofocada sublevación, consigue presionar al equipo de psicólogos para que lo liberen amenazando con tomar acciones legales.
Pese a esto, los demás internos no siguen el ejemplo, y por el contrario, la sumisión se torna más marcada. El reo liberado es reemplazado de inmediato por un joven que al notar las condiciones insalubres del sitio empieza su estadía proponiendo una huelga de hambre que la mantiene individualmente, sin lograr que nadie lo acompañe. Uno de presos manifiesta, entre la última barrera de lucidez, totalmente absorbido por su papel de reo, que estaría dispuesto a renunciar toda la paga por beneficiarse con la libertad condicional.
Los abusos llegan a su máxima expresión cuando un grupo de guardias incita a los reos a realizar acciones sexuales a través de la ropa.
Las situaciones, como es evidente, se han salido de control y Zimbardo, pese a mantenerse empecinado en que las interacciones están siendo un éxito, al verse presionado por su equipo de trabajo, decide terminar el estudio. El experimento, pensado para dos semanas, no ha durado seis días.

Muchos aseguran que el experimento de la cárcel de Stanford fue un fracaso, otros lo ven como un paradigma de los estudios conductuales. Quizá, como con todo en la vida, no habría que ser tan maniqueos, y este polémico estudio de las ciencias psicológicas deba ser tomado como una fuente de enigmas que estimule nuestra curiosidad para intentar comprender qué somos como seres humanos.
Entran las variables a considerar: el corto número de participantes para la muestra, la escasa posibilidad (por lineamientos éticos) de reproductibilidad y repetibilidad de la prueba, cómo se hubiesen comportado si los sujetos de análisis hubiesen sido mujeres, qué hubiese pasado si encerraban a personas en ambos grupos de otras razas y etnias, cómo habrían actuado los guardias si hubiesen asumido su rol por tiempo completo (como los reclusos), ¿hubiesen mostrado sentimientos de solidaridad al convivir con los reos o se hubiesen transformado en personas más déspotas?

Inspirado en los resultados del estudio, el director alemán Oliver Hirschbiegel rodó su aclamada cinta El experimento que tuvo una versión estadounidense (con Adrien Brody y Forest Whitaker en los papeles protagónicos) en la cual, siguiendo el caso real, se confina a un grupo de personas en una prisión ficticia. Menos centrada en los procesos mentales, esta historia está dosificada con componentes ficcionales y filosóficos.
Quizá podamos llamar despiadados o faltos de ética a estudios psicológicos de esta naturaleza, quizá podamos catalogarlos como fracasos por no haber podido abarcar con resultados menos oscuros y en una mayor dimensión las conductas que nos rigen, pero una cosa nos ha dejado en claro: lo que llamamos naturaleza humana, sometida a situaciones extremas, nos convierte en mártires, héroes o verdugos.
#PhilipZimbardo #experimento #psicología #carceldestanford
- Diego Maenza
- 5 nov 2018
- 5 Min. de lectura

Cuenta la historiografía, contundente ciencia que en materia de pasajes como los que aquí se narran jamás se ha equivocado, que en algún lugar de Francia, durante los primeros días del decimoprimer mes del año mil novecientos cuarenta, cinco meses después de que las tropas alemanas derrotaran a las huestes galas, el Führer junto a otros grandes líderes europeos que por aquellos años dirigían los destinos del mundo, mantuvieron una reunión de carácter secreto en la que se fijaron las directrices políticas que modificarían el curso de la historia. Entre los asistentes a tan insigne congreso destacaron Benito Mussolini y Francisco Franco. Aquella fue (extraoficialmente) la quinta vez que Hitler se reunió con Mussolini y la primera vez que lo hizo con el Generalísimo.
Según cuenta la historia, Iósif Stalin, cuyos servicios secretos eran infalibles, al tener conocimiento del día y lugar de la reunión decidió asistir por cuenta propia y llegar de sorpresa a última hora para ratificar el pacto Ribbentrop-Molotov de no agresión firmado hacia casi un año, sin haberse perdido, no obstante, los detalles de la asamblea y haber participado en el consenso, aunque sin haber alcanzado una de las delicias gastronómicas preferidas en la engañosa dieta vegetariana del Führer que consistió en una trucha asalmonada con crema de mantequilla, cuyo plato habría devorado en cuestión de un par de minutos habiendo aplacado su deseo de insatisfacción al pellizcar parte de la sobra de la escudilla de Mussolini. El pobre de Stalin, muerto del hambre, alcanzó únicamente el postre, una crema bávara con frutas exóticas que no agradó al exigente paladar del soviético, apartando el alimento con desprecio, demasiado molesto por no haber alcanzado la trucha y extrañando su apetecible salmón de Siberia que en dicho momento le hubiese gustado servirse con un buen vaso de vodka, como era la costumbre. Hitler, un tanto irritado por el desaire del georgiano, acercó el recipiente y devoró el manjar con tan solo dos cucharadas, ya hubiese sido por brindarle al líder de la URSS una clasecita de buenos modales mostrándole que no hay que despreciar lo que se ofrece de buena voluntad, o ya hubiese sido porque al parecer aquel día el estómago del guía supremo de la Alemania Nazi se habría despertado con exceso de apetito. Este es uno de los más grandes misterios que intriga a la historiografía moderna. Aquel día se suscribió un renovado pacto de no agresión al más alto nivel directamente entre los líderes. Y lo cierto es que en dicho convenio se estipuló no solo la coexistencia pacífica entre los cuatro imperios, sino también una alianza tanto defensiva como ofensiva para salvaguardar la seguridad de cualquiera de ellos frente a amenazas externas. Cuentan las malas lenguas que la gula, siendo un pecado mortal, es capaz de inducir muchas otras transgresiones, y sería por esto que Hitler ordenó colocar con mucho cuidado la letra chiquitita en el contrato en el que a la postre no se esclarecía si Alemania podía atacar Rusia. Esas mismas malas lenguas aseguran que el hambre conduce al malestar anímico y que tal perturbación es determinante en todas y cada una de nuestras desgracias, y habría sido por este motivo que Stalin no quiso leer las letras más pequeñas del acuerdo, urgido por el clamor de sus tripas y por el recuerdo del salmón.
Firmaron los cuatro.
Para mantener controladas a las masas rusas y alemanas y confundir a sus detractores, Hitler organizó una reunión posterior, tan solo días más tarde, con el ministro de exteriores soviético Viacheslav Molotov, en la que, a la luz pública, la Alemania nacionalsocialista y el imperio comunista dejaban en claro que guardaban diferencias inconciliables. El plan no fue urdido con el único fin de desorientar al mundo, sino y sobre todo para engañar al despistado caudillo ruso. Y tal como consta en las páginas de cualquier libro de colegial, al siguiente mes, el líder alemán autorizó con su rúbrica la operación Barbarroja (llamada así, dicho sea de paso, en honor al famoso pirata Baba Aruj, corsario otomano apodado Barbarroja, quien aseguraba haber sobrevivido al espantoso Laberinto y haber obtenido el mayor tesoro en la historia de la humanidad), maniobra militar que consistía en preparar la invasión a la antaño gloriosa y ahora maltratada Unión de los Soviets. Como es conocido por todos, el veintidós de junio del año siguiente la Alemania Nazi invadió la URSS.
Todos estos pintorescos personajes poseían el secreto, ahora prostituido en las esferas políticas de discretas logias. No en vano Hitler y Stalin eran adeptos de la francmasonería y Franco y Mussolini pertenecían al conciliábulo del Opus Dei. Todos poseían la palabra. Conocían su poder. Se la despojaron a Vladímir Maiakovski y a Ósip Mandelshtám, a Isaak Bábel y a Mijaíl Bulgákov, a Borís Pilniák y a Borís Pasternak, a Aleksandr Solzhenitsyn; se la arrebataron a Bertolt Brecht, a Primo Levi, y a Thomas Mann, a Janusz Korczak y a Max Jacob, al inmortal Bruno Schulz con un disparo en la nuca; se la robaron a Miguel Hernández y a Federico García Lorca después de fusilarlo en la madrugada; y luego, con la palabra, arengaron a las masas rusas y sometieron pueblos enteros. Y después, dirigieron soflamas sobre las muchedumbres españolas y las condenaron al ostracismo. Luego, encumbrados en los podios más lujosos vociferaron peroratas que adormecieron naciones enteras. Y más tarde profirieron mágicas consignas racistas que llevaron a la muerte a cientos, miles, millones de personas. La palabra: opio supremo o bálsamo liberador. Es peligrosa en lenguas inseguras y déspotas. Cuando suena como canto en las bocas adecuadas es liberadora, pero mal usada degenera en muerte. Fue el misterio de la caja de Pandora protegida por la diosa bajo símbolos extrañísimos, y hace pocos siglos fue repartida a toda la humanidad cuando rabiosos bucaneros desembarcaron en el lado desconocido del mundo y se llevaron el oro y nos dejaron la palabra, al decir del poeta. Muchos la usaron para esclavizar, pocos para pretender liberarnos.
Y así, entre risas, anécdotas y desvaríos concluye la historia de la reunión secreta de los sátrapas. Debo referir, en honor a la verdad, que un grupo de historiadores ucranianos, desde el anonimato, han aseverado que poseen el histórico documento en el cual constan las firmas de los cuatro personajes aludidos, pero jamás lo han mostrado al mundo. Autoridades reconocidas en el campo histórico, han descartado estos testimonios acusándolos de marrullerías propias de timadores que han dado pie a las más descabelladas teorías conspiranoicas. De esta forma queda consignada aquí la contraparte de la existencia del manuscrito, para beneplácito de los espíritus más escépticos. Que no se diga que yo también pretendí timarlos.
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- Diego Maenza
- 25 oct 2018
- 3 Min. de lectura

LA LLORONA
(Elegía a las criaturas de la noche)
Estas eran las criaturas de la noche:
Las llamaban espectros, almas en pena.
Las criaturas de la noche.
Seres fantasmales, dioses de ultratumba.
Las criaturas de la noche.
Apariciones, visiones errantes.
Las criaturas de la noche.
Espíritus malignos, espantos.
Las criaturas de la noche.
Se las podía invocar y acudían.
Las llamaban las criaturas de la noche.
*
Acciones de las criaturas de la noche entre los hombres:
Eran diosas y demonios
que proclamaban su presencia con gemidos.
Bajo sus faldas se escondían el hambre y el fenecimiento,
el pecado, la lujuria, los llantos del inframundo.
Sus cráneos despellejados estaban traspasados por gusanos.
Los pozos de los ojos refulgían en un bermellón de locura.
Eran de cabellera negra y de piel color muerte.
Eran acusadas de infanticidio y lloraban cual plañideras.
Recorrían lagunas y llanos, valles y montañas
en la búsqueda de osamentas.
Acabaría el lamento al reunir los residuos de sus vástagos.
¡Ay, sus hijos! ¡Ay, sus hijos!
Antes de enloquecer ellas visitaron América.
Nunca recordaron en qué países fueron fecundadas.
Jamás advirtieron bajo la luz de qué ciudades nacieron sus hijos.
No lograron memorar en cuántos ríos ahogaron a su descendencia.
¡Ay, sus hijos! ¡Ay, sus hijos!
Desde aquellas tardes frecuentaron las piletas y fuentes,
los ríos, lagos, y estanques, los estuarios y los charcos.
Siempre anduvieron con sus atuendos blancos.
El que veía sus rostros atestiguaba que eran de caballos
y que le recorrían vientos helados que congelaban la sangre.
Retumbó el lamento por los siglos de los siglos:
¡Ay, sus hijos! ¡Ay, sus hijos!
*
Nomenclatura de las criaturas de la noche:
A la Llorona la podían invocar personas sensitivas:
el machi y el calcu, algún chamán originario.
La llamaron de mil formas y fue todas y una.
Auicanime, entre los purépechas,
Xonani Queculla, entre los zapotecos.
Cihuaóatl, entre los nahuas
(diosa mexica que emerge del lago Texcoco
para lamentarse por sus hijos).
Xtabay, entre los mayas lacandones.
En México fue llamada Malinche y Chocacíhuatl,
y merodeó por las riberas de los lagos
y los templos del valle de Anáhuac.
En Costa Rica la conocieron como Itsö
y proyectó chillidos lastimeros.
En Panamá la apodaron Tulevieja
condenada a ser fantasma
por asesinar a su hijo no deseado.
En Chile le dijeron Pucullén,
y la inculparon por arrojar a sus hijos a un río.
La vieron muchas veces en el Parque Rivera.
En Colombia la vieron con su cabellera adornada
por cocuyos y mariposas arrullando el cadáver de un bebé.
La bautizaron como María Pardo o Tarumama.
Antes de la llegada de los hombres blancos
fue llamada Sakabiali, la señora Llorona del Monte
y Wíkela, devoradora de niños.
En los llanos de Venezuela la llamaron Sayona.
En Perú cientos de veces la vieron en las chacras.
En El Salvador vagó por las calles rurales envuelta en gemidos.}
En algún río de Guatemala posiblemente ahogó a sus hijos.
En Honduras pernoctó durante años y no los encontró.
En Ecuador localizó el dedo meñique de uno de ellos:
cuando sorprendía a infantes les cortaba los dígitos.
La escucharon llorar en Puerto Rico y Argentina.
También ha sido llamada la Sedienta
Fue más antigua que el mal.
Encarnó en Medea y Lamia como atestiguan los griegos.
En la banshee como afirman los testimonios celtas.
Fue más antigua que Raquel, esposa de Jacob,
según avala la mitología cristiana.
En indonesia fue Pontianak, y conservó rasgos vampíricos.
Fue temida entre los pueblos yoruba.
En otras latitudes la llamaron la Mujer Blanca o la Mujer de Blanco.
Hoy el mundo de los humanos ya no es.
Solo existen las criaturas de la noche.
Los filósofos acabaron con los mitos y se sintieron demonios.
Los poetas acabaron con la filosofía y se sintieron dioses.
Los dioses aunaron filosofía y poesía y se sintieron humanos.
Los humanos acabaron con la filosofía, la poesía y los mitos
y se convirtieron en nada.
Solo un eco retumba en las laderas siderales:
¡Ay, mis hijos! ¡Ay, mis hijos!
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