- Diego Maenza
- 15 dic 2018
- 3 Min. de lectura

A quienes se hayan familiarizado con Sabrina, la bruja adolescente, el show televisivo de los noventa, les parecerá desconcertante que en El mundo oculto de Sabrina los personajes en demasía carismáticos y melodramáticos de otrora, hoy aparezcan envueltos por un halo de oscuridad. La magia ya no es el pretexto fácil para entretener y sacar la sonrisa cómoda sino para plantear una reflexión en torno a realidades tan crudas como actuales.
Valga aclarar, para el espectador desprevenido, que El mundo oculto de Sabrina no es una burla a las creencias, un manual de herejía o una apología al satanismo, sino una ficción construida a base de ingenio, con una esmerada calidad fotográfica y con guiones audaces, esmaltada de una capa ficcional que estimula el entretenimiento. Ha sido ideada para que la recepción vaya con destino incluso para público adolescente. El mundo oculto de Sabrina es una obra de ficción y como toda buena narrativa no adolece de la atracción a los trucos fáciles ni a la crítica descarada. Esto no invalida su naturaleza cuestionadora, que se evidencia sobre todo en los roles de los personajes protagónicos.
También hay que reparar en que tanto la serie cómica de los noventa, como la casi terrorífica de ahora, derivan de su homónima de los cómics. Entonces no habría que poner el grito en el cielo cuando descubramos la atmósfera que circunda a sus protagonistas. Al reparar en la originalidad de la obra, deberíamos expresar, en agradecimiento por esta serie peculiar, como continuamente exclama la tía Zelda cuando le ocurre alguna satisfacción: ¡Alabado sea Satán!
El mundo oculto de Sabrina no responde a un afán de reinterpretar el antiguo serial desde un espejo contradictorio y distorsionador, como el de las ferias ambulantes, sino a ser fiel al universo mítico más cercano del que parte: el de los cómics.

Sabrina Spellman, la joven bruja, debe aprender a convivir con la dualidad que su naturaleza le aporta; mitad humana y mitad hechicera, debe reconocerse entre dos mundos, el de los humanos sencillos y comunes y el sobrenatural de poderosos brujos y despiadados demonios que pugnan para que la iniciada, en su bautismo de sangre, consigne su nombre en El libro de la Bestia y que de esta forma pase definitivamente a las filas del Señor Oscuro.
Destacan la tenaz Susie Putnam, interpretada de manera mágica por Lachlan Watson, una chica que se identifica sexualmente como no binaria, y que en la piel del personaje resalta un lado no masculino sino neutro; y el gato Salem que posee el atributo de modificar su forma al convertirse en un demonio.
Exorcismos, resurrecciones, intrépidos hechizos, enfrentamientos con criaturas de ultratumba, mantienen la candencia de cada episodio, sostenidos por diálogos agudos.
Pero no todo es oscuridad en este nuevo mundo de Sabrina, donde su generosidad reñirá por hacer prevalecer la armonía y la conciencia, y le llevará a descubrir que por muy buenas que sean nuestras intenciones siempre existirá la delgada línea que desborde hacia los infortunios y que nada, ni la magia más poderosa, blanda u oscura, pueden remediar. En fin, la lucha del bien y del mal como pretexto de todo.
Las figuras antagónicas, forjadas con el martillo de la imaginación pero matizadas con la textura de la ambigüedad de todo personaje moderno, nos llevan a indagar en sus motivaciones que derivan a veces del afán por hacer el mal pero que son descubiertas en su naturaleza contraria cuando de ayudar a los suyos se trata.
Destacan en el serial las confluencias de elementos discordantes en el natural curso de los hechos, y que algunas veces sorprenden y otras rutilan, pero que jamás perturban. Es así que desfilan ante nuestros ojos relaciones orgiásticas, personajes sexualmente ambiguos y una tendencia bien diluida por poner sobre la palestra temas de actualidad con respecto a roles de género.
Si bien las fibras de sexualidad que toca son el condimento fuerte en la trama, la presencia de la magia, del terror y de un humor oscuro y sagaz son los atenuantes para no espantar al espectador pacato.

El mundo oculto de Sabrina es una serie que nos deja con la boca abierta mientras la estatua erigida a Satanás continúa impávida en el salón de la Academia de las Artes Oscuras.
- Diego Maenza
- 21 nov 2018
- 2 Min. de lectura

De tradición fantástica y empuje psicológico, los cuentos de Andrés Chávez Corral en Los primeros siete pisos están asaetados por un halo perturbador y orientado a incomodar.
El recorrido no es acogedor, pero el autor nos ha abierto la entrada principal, nos recibe en recepción y nos deja al antojo de la narrativa. Sea que accedamos a las historias por las escaleras o por el ascensor, cada cuento nos dejará la huella de la rareza y en cada piso encontraremos un motivo de lo humano explorado con paciencia e ingenio.
El primer piso nos acalora con la incendiaria historia de un pirómano. En el segundo asistimos al tributo a una mujer fugaz. El tercer piso es un relato policial que culmina estremeciendo. El cuarto piso nos acerca la historia de un infanticida. La tensión y el enigma matiza el relato de Julia, una mujer ausente que vive en el quinto piso y de quien se especula su muerte. La madre como símbolo y presencia en el relato del sexto piso. Y finalmente, el cuento más borgiano, Legión, que remite a una mitología psicológica muy en auge, pero que estimulada por el resorte ficcional de la sorpresa se torna audaz y original. Al acceder a los últimos renglones, nuestro recorrido culminará en el asombro y el extrañamiento.

La presencia femenina como detonante inspirador en el rol de mujer enigma o madre ausente, y la aparición de los hombres como seres repugnantes y tenaces en algunas ocasiones y resignados y temerosos en otras, brindan la espesura adecuada para comprender los motivos del ser humano filtrados en personajes aborrecibles que el autor naturaliza con evidente habilidad y que de cierto modo terminarán por convencernos de sus razones. ¿Para qué vive un personaje sino para justificarse ante el lector? Los personajes de Chávez Corral abusan de este don y terminarán por convencernos, y esta es una cualidad del libro.
Insertados en la ficción con fuerza propia los protagonistas develan un juego de máscaras en el que nada es lo que parece.
Andrés Chávez Corral, con Los primeros siete pisos se yergue como una extraña mezcla entre M. Night Shyamalan y Jorge Luis Borges.
- Diego Maenza
- 15 nov 2018
- 9 Min. de lectura

El cuadro es triste. Un pintor haciendo el descomunal esfuerzo por dar una pincelada eficaz es tan similar a un escritor realizando el más hercúleo de los intentos por escribir un párrafo memorable.
Marcos está frente al lienzo. Su mano realiza una ondulación como anticipándose a proyectar la imagen perfecta, pero el rasgo, al parecer, resulta fallido porque en este instante vemos a Marcos arrojar el pincel con impotencia y desesperación. Y no se debe a que sea un mal pintor o un aprendiz, nada de eso. Las obras que observamos a su alrededor lo testifican. Son tres largas semanas las que lleva sin pintar. El último cuadro fue el que hizo de Malak, una transmutación de su hermosura, casi perfecta. La transmutación, desde luego, no la hermosura, está de más decirlo, pues esta última es perfecta en su totalidad. Malak aparece en algunos cuadros de Marcos tal como Raissa aparece en los del Gran Pintor.
Marcos piensa en Raissa, la imagina como Malak, aunque él no se atreva a compararse con el Gran Pintor. Sería la más descabellada de las presunciones. Ahora se ha olvidado de Raissa pero no de Malak. Piensa que ella ha sido el factor impedimento que ha estorbado su obra. Si Malak estuviera aquí a su lado, esto no estaría pasando. Por el contrario, hallaría la musa, la única que tiene el don de despertar las imágenes perdidas y divagantes que fluctúan en su alma, esas imágenes esenciales e innovadoras sin las cuales un pintor sería un común imitador. Y es que Malak ha sido el alimento de sus noches de insomnios y de inspiración. Cuando hace el amor con Malak (realiza el coito con Malak sería la descripción justa, pero entiéndanme, no puedo decirlo con sequedad, porque del mismo modo que un pintor no puede dar un rasgo débil, el escritor no está facultado para plasmar frases frágiles), cuando hace el amor con Malak, decía, es cuando afloran esas sensaciones paradisiacas y a la vez retorcidas que vierte en sus obras.
Pero, para ser objetivos, a nosotros qué nos interesa los cuadros de Marcos. Estamos aquí para sondear su alma, su espíritu, su psique, su mente, llámenle y entiéndale con el término que más se ajuste a su forma de ver el mundo, porque para eso nos encontramos aquí, para presenciar el necesario debate interior que se lleva a cabo en la mente de este hombre.
Como sabedor de algunos arcanos sucesos en el proceder de Marcos, bien podría empezar a narrar muchos de los acontecimientos de la vida de este joven, pero que baste con saber que cuenta con veintiséis años, es soltero, de facciones regulares, cabello castaño y un tanto crecido; por otra parte valgan estas muy elementales indicaciones en referencia a su carácter: es, en definitiva, un ser asocial, es también, sin duda alguna, un intelectual, algo depresivo, algo alegre, algunas veces orgulloso, otras humilde, algo realista, algo fantasioso, algunas veces callado, otras parlanchín en demasía, en cierta ocasión afirmó que prefería la fenomenología antes que al materialismo, y todo induce a pensar que es un existencialista, cree en la no creencia de Dios, y ha acaparado un estante considerable de libros de pintura, literatura y filosofía; en fin, es uno de esos pocos individuos que pueden llamarse complejos. Deberían conocerlo en persona, ya que es un poco difícil de describir. Y no es por esto que no narro hechos que al parecer pueden ser de su incumbencia, digo, ustedes empiezan a leer entusiasmados y el narrador se niega a darles los detalles que les son necesarios, esto puede sonar a timo, pero sépase que no es deber del escritor escrutar de principio a fin la vida de una persona, hablo claro Persona, no Personaje, para decir lo que mis prejuicios me indican, o juzgar según mis conveniencias para mantenerlos pegados al texto. Y digo que no es deber del escritor porque me resulta más sincero que sean ustedes quienes saquen sus propias conclusiones; yo tan solo me dedico a explorar esa alma, espíritu, psique, mente, que en estos momentos se encuentra perturbada precisamente por un factor del que sí me compete hablar y que ya he bosquejado a breves rasgos en las líneas precedentes: ese factor es Malak.

Malak irrumpe en la mente del pintor con una persuasión tan suave como una caricia de algodón y al mismo tiempo con tanta intensidad como una frase filosófica. Y no es para menos. La ama. Ama a Malak y para él no existe fenómeno alguno que pueda distanciar sus pensamientos de aquella mujer. Y de no ser por los trances de inspiración artística que lo trasladan de forma irremediable a esa fugaz sensación de lo eterno, se podría decir que sus pensamientos únicamente están llenos de Malak.
Ahora, la intranquilidad de Marcos ha tomado el angosto camino de la calma, pero podemos estar seguros de que muy pronto volverá a la ancha avenida de la desesperación, esa de la que ha sido víctima estos últimos días y cuyo peor resultado se manifiesta en los garabatos de los lienzos, bosquejos inútiles e incomprensibles. Como es muy dado a la fantasía especulativa (¿filosofía?), ya que es un intelectual, eso lo hemos dejado claro, en estos momentos compara su vida con un personaje de ficción, un estólido antihéroe que había perdido los atributos de su personalidad. Esta historia la había leído en el pálido libro atribuido a un autor rescatado que había sido traducido de forma reciente al idioma común por una desconocida filósofa, y cuyos ejemplares circulaban clandestinos por todo el país en ediciones de corto tiraje. Y la cumbre de la incertidumbre de Marcos, y también de su desventura, era cuestionarse sobre ese estado esquizofrénico y supersticioso que lo inducía a pensar que la ausencia de Malak era portadora de desdichas.
Las ideas siguen revoloteando en su cabeza, y los recuerdos de Malak aparecen ahora nítidos mientras mantiene la mirada agachada y estruja sus cabellos con ambas manos, típica imagen de desesperación, pero no estoy inventando nada, es lo que está sucediendo. Insiste, inútilmente, en que si Malak estuviera aquí él tendría la libertad para pintar. Ya no encuentra inspiración. Malak se la ha llevado. Es una bruja, piensa. Y luego se retracta por esta herejía. No puede ser una bruja, se dice, es un ángel. Se queda con este pensamiento. Aunque al momento el ángel no le otorgue la más mínima idea para pintar. Se imagina la situación si él fuera un paisajista. Saldría con inmediatez a buscar un ocaso perfecto, un conglomerado de espléndidas nubes verdes, o el desierto más árido y hermoso, una montaña erguida en esplendor, o un cactus dispuesto a ofrendar una postura recia y a la vez torcida, el vuelo furtivo de las aves de rapiña, o el color rojizo de la luna, o sencillamente imaginaría surrealistas soles amarillos y árboles verdes, como los pintores clásicos, y ahí se acabaría el problema; pero como no es un paisajista, la cuestión es más complicada. Necesita transitar por los vericuetos de aquel vacío que portamos en nuestro interior. Y palparlos, y mostrarlos en sus cuadros.
Si Malak estuviera aquí, vuelve a decirse, anhelante, entre dientes. Y si Malak estuviera aquí con seguridad ya habría tomado el pincel. Ha pasado antes: dos días sin Malak, no pinta nada; llega Malak: emerge su arte desde lo más abismal de sí. Y es esta dependencia de su amor lo que lo hace dilucidar en estos instantes. ¿Y si se deshiciera de Malak? Quizá todo acabe y convencido de que no tiene que esperar a nadie, podría ejercer su oficio con tranquilidad y sin reticencias. Tiene este pensamiento y empieza a reírse de la absurda idea de matar a su amor. Es una idea estúpida. El motivo por el cual vuelve la inspiración cada vez que siente a Malak cerca no es tan misterioso como aparenta. El motivo es simple: Malak le permite sentirse en paz consigo mismo. Es esa la necesidad de Marcos, y solo hay una mujer que puede satisfacerla.
Marcos observa el reloj. Veintitrés con dieciséis, se dice, como diciéndomelo a mí, como consiente de la situación en que se encuentra, como susurrándomelo para que yo se los susurre a ustedes.
Recuerda. Hace dos años salió a la calle a una hora similar, a la avenida principal, a los parques, no faltó un agonizante envuelto en periódicos, alguno que otro niño vagando por las aceras frías con el sueño a cuestas, intentando hacerle una marrullería a la languidez de su estómago, un par de prostitutas deambulando consumidas por el opio y a la suerte de sus proxenetas, los parias mendigando un sorbo de agua, con la piel en llagas por la lluvia. Aquel fue un proyecto largo de casi veinte cuadros, en el que derramó la verdadera manifestación de la vida. O al menos eso creyó.
Piensa. Quizá si saliera a la calle hallaría un nuevo sentido a esas imágenes crudas, a esos cuadros vivientes de dolor, miseria y angustia. Pero no serviría de nada, se dice, si mi espíritu no está dispuesto. Y su espíritu no está dispuesto.
En este momento Marcos no tiene otra imagen más que la de Malak. No podría decir que se la imagina desnuda, pero definitivamente su proyección interior va aunada al deseo. Aunque para Marcos, Malak trasciende el plano físico y se eleva hacia una nueva dimensión que solo la predisposición para la pintura puede revelar. Malak es todo lo que Marcos no posee en este instante: tranquilidad, inspiración, firmeza.
Y la falta de todas estas virtudes momentáneas le traen la conjetura un tanto borrosa de aquello que puede salvarlo. Se pregunta si algún colega en arte estará sintiendo en secreto lo mismo que él. Esta duda metafísica lo transporta al mundo de los símbolos que se forman en su mente, otorgándole una idea casi precisa, una idea que, como ya anticipamos, podría salvarlo.
Se imagina al músico que está frente a su instrumento y hace que emerjan notas que no son acertadas para el destino que les tiene impuestas; el escultor que no logra, en inútil atrevimiento, comunicarle una caricia precisa al brusco trozo de mármol; el cineasta que tras el esfuerzo del arduo día de rodaje no consigue la escena anhelada; el buen actor que ha arrojado toda su habilidad para terminar rechazando las horas sobre la tabla; el poeta que se droga, contrariado, tras no haber conseguido el último verso de su poema. Todos ellos tienen algo en común. Su intranquilidad. Algo los perturba y su arte emerge deforme. Y Marcos observa la última imagen: el pintor que no puede plasmar el más íntimo de sus deseos. Y con esta imagen le llegó la inspiración. Sí, se dice, pintar ese momento en el que no se puede pintar. Para Marcos materializar esa imagen ha sido la idea propulsora que ha salvado estas tres semanas de inactividad. Y puede decirse que gracias a su falta de inspiración, la inspiración lo tomó por sorpresa. Empezó a delinear los rasgos salvadores con tanta naturalidad que si alguien lo hubiese observado habría pensado que se encontraba fuera de su cuerpo, como envuelto en un nirvana terrenal, como víctima del opio, como embriagado por una danza extática de cantos y de vuelos en el paraíso cristiano, como abstraído por un orgasmo latente y duradero, como en unidad con el Tao, como embobado frente a la imagen perfecta de Malak desnuda.

Dichosa la persona que consigue esta imagen del artista. Pero no, es imposible; cuando una persona observa el proceso (¿será esa la palabra?, he pasado meses, años, buscándola) de transmutar físicamente la inspiración, la obra queda mutilada sin remedio. Existe un vínculo elemental, un pacto casi místico y secreto entre el autor y su obra, y cuya intimidad no debe violarse nunca. Cuando el pintor realiza el cuadro con el modelo presente, éste, gracias a su facultad monótona de inmovilidad, desaparece. Solo existe el cuadro y el pintor, el modelo es un simple recurso, un agregado al repertorio de instrumentos, como lo es el caballete o la paleta. A la obra del escritor que concibe su manuscrito junto a un colega le ocurre lo mismo, queda cercenada por el terrorismo de aquellos cerebros con pretensiones de siameses, puesto que la inspiración se niega a ser compartida antes de ser culminada, puesto que el proceso (vuelvo con la duda) de transcribir la inspiración no es un ejercicio puro de la mente, es una combinación de lo más profundo y noble que podemos tener los seres humanos.
Marcos, ahora sudoroso, termina de pintar. Su ropa está salpicada por colores pardos y el cuadro destella en la opacidad. Sobre el lienzo puede apreciarse un escritorio atiborrado de papeles sueltos, algunos por caer; el lúgubre estudio es una prisión intelectual, ya que en la cara del joven que está dispuesto a escribir sobre la hoja ambarina se trasluce la impotencia del escritor que no es capaz de lograr una línea satisfactoria.
El cuadro es triste. Un escritor haciendo el descomunal esfuerzo por escribir un párrafo memorable es, con certeza, como un pintor realizando el más hercúleo de los intentos por dar una pincelada eficaz.
El presente relato se encuentra incluido en el libro Teoría de la inspiración con el título La inspiración de Marcos o la juventud del león.
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